Desde el jardín - Análisis
“Life is a state of mind”
Desde el jardín es una película trabajada a partir de una brillante paradoja: alude con ironía a lo relativa que es la inteligencia pero, a contramano, termina siendo una obra despojada por completo de cinismo, encuadrada en una cierta inocencia y con un final que, para cualquier crítico de cine, podría resultar un objeto de estudio ideal. Sin embargo, es ese final el que Hal Ashby filma – como ya había hecho con Harould and Maude y el uso del ukelele – haciendo hincapié en lo sensorial por sobre lo analítico. Esa escena, a diferencia de otras más absurdas, muestran a Chance, un hombre en su ámbito natural, alejándose de todo, guiado por su propia intuición, mientras de fondo se escucha una elegía y una pieza clásica, ambas entrelazadas. Es ese momento, como todos aquellos que se detienen en los gestos del gran Peter Sellers, el que le da al film un aura poético y tierno, a pesar de su mensaje duro y áspero, sobre el cual nunca se cargan las tintas gracias a ese actor y su sutileza magistral, que ponen a la película siempre un paso por detrás del surrealismo. “La vida es un estado mental” dicen en esa elegía. Al fin y al cabo, todo termina siendo atravesado por un modo particular de ver las cosas. Desde el jardín lo que hace es mostrar hasta qué punto la mediocridad y la estupidez dependen del ojo del que mira y hasta qué punto la sabiduría tiene que estar sujeta a determinados dogmas. ¿Manejar un país? ¿Cuidar las plantas? ¿Qué requiere de mayor inteligencia? ¿Qué es más auténtico? ¿Qué requiere de un ejecutor competente? Con muchos planteos críticos y más de una metáfora a mano, pero con ese final que es pura belleza y honestidad, la película de Ashby se hace esas preguntas, pero nunca olvida donde nace y muere todo: en un hombre y un destino. En un hombre que le da la espalda al artificio para mirar de frente, con paso firme y valentía, a la naturaleza desplegada.
Desde el jardín es una película trabajada a partir de una brillante paradoja: alude con ironía a lo relativa que es la inteligencia pero, a contramano, termina siendo una obra despojada por completo de cinismo, encuadrada en una cierta inocencia y con un final que, para cualquier crítico de cine, podría resultar un objeto de estudio ideal. Sin embargo, es ese final el que Hal Ashby filma – como ya había hecho con Harould and Maude y el uso del ukelele – haciendo hincapié en lo sensorial por sobre lo analítico. Esa escena, a diferencia de otras más absurdas, muestran a Chance, un hombre en su ámbito natural, alejándose de todo, guiado por su propia intuición, mientras de fondo se escucha una elegía y una pieza clásica, ambas entrelazadas. Es ese momento, como todos aquellos que se detienen en los gestos del gran Peter Sellers, el que le da al film un aura poético y tierno, a pesar de su mensaje duro y áspero, sobre el cual nunca se cargan las tintas gracias a ese actor y su sutileza magistral, que ponen a la película siempre un paso por detrás del surrealismo. “La vida es un estado mental” dicen en esa elegía. Al fin y al cabo, todo termina siendo atravesado por un modo particular de ver las cosas. Desde el jardín lo que hace es mostrar hasta qué punto la mediocridad y la estupidez dependen del ojo del que mira y hasta qué punto la sabiduría tiene que estar sujeta a determinados dogmas. ¿Manejar un país? ¿Cuidar las plantas? ¿Qué requiere de mayor inteligencia? ¿Qué es más auténtico? ¿Qué requiere de un ejecutor competente? Con muchos planteos críticos y más de una metáfora a mano, pero con ese final que es pura belleza y honestidad, la película de Ashby se hace esas preguntas, pero nunca olvida donde nace y muere todo: en un hombre y un destino. En un hombre que le da la espalda al artificio para mirar de frente, con paso firme y valentía, a la naturaleza desplegada.
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