• hace 5 años
El 28 de mayo de 1907, veinticinco locos de las dos ruedas se atrevieron a competir por los tortuosos caminos de caballos que atravesaban la Isla de Man, situada en el Mar de Irlanda, en la costa oeste de Gran Bretaña. Dieron la vuelta al islote en un recorrido de 37,73 millas -61 kilómetros-, a una velocidad de 60 kilómetros por hora. En aquellos tiempos, las carreras de motos estaban prohibidas en Inglaterra, pero Man tenía estatus de nación y su legislación era independiente. Una autonomía que permitía a la isla eludir los límites de velocidad. Fue el argumento clave para convertirla en el escenario de una prueba que se transformó en legendaria gracias a su peligrosidad.
Ayer comenzaron en esta pequeña parcela del planeta las cinco competiciones que conmemoran su centenario, que finalizarán el viernes con la cita estelar, la carrera senior TT (Tourist Trophy). Solamente Daytona la tutea en popularidad universal. Dunlop, vencedor en veintiséis ocasiones, Hailwood -en catorce- y Agostini -diez veces- alimentaron el prestigio de un gran premio que formó parte del Mundial de Motociclismo desde 1949 hasta 1976, momento en el que fue eliminado del calendario precisamente por su precio en vidas. Porque, con el paso del tiempo, algunos de los caminos de caballos se asfaltaron, pero el recorrido era el mismo.
La isla permite los 200 por hora Los pilotos siguen atravesando un circuito sin escapatorias, con rocas que se protegen con algunas míseras balas de paja, mientras sortean puentes con barandillas como única separación, alcantarillas, farolas y casas rodeadas de un público que se coloca al borde, confiado en la destreza de estos artistas que han hecho grande a este pequeño país. Man reúne anualmente a sesenta mil moteros llegados de todo el mundo. La diferencia es que el islote sin ley posee una población de treinta y cinco mil habitantes. Triplica, durante esta semana, su censo.
Treinta y cinco mil personas que se jactan, sin orgullo, de haber perdido algún pariente sobre una moto a lo largo de estos cien años. No se quejan. No piden al Gobierno de la ínsula que elimine las señales de tráfico que indican «prohibido circular a más de 130 millas (200 kilómetros por hora)». No son de broma. Son reales. Ellos, los nativos, admiten el riesgo que concede a Man su fama internacional. Y apoyan la carrera como si fueran sus patrocinadores. No existe una lista oficial de las decenas de fallecidos contabilizados en este evento. Nunca se hizo. Es una carrera sin ley: no hay límite de velocidad, porque no existe en la vida normal. El cartel de 130 millas es oficial.
Ganar con la tez ensangrentada
Pero la atracción fatal del TT no se basa únicamente en ser una competición sin prohibiciones. A la sombra de esta anarquía alimentaron su historia una pléyade de pilotos bohemios, sin más normas que su calidad desenfrenada, que escribieron para la eternidad capítulos de resistencia y poderío que ya no se repiten.
Joey Dunlop, el ganador por antonomasia, se hizo famoso por llegar en su caravana minutos antes de la competición, sin reconocer el circuito, bajar la moto del maletero, arrancar y triunfar. Un aura de superioridad que engrosaba con las noches de juerga previas al banderazo de salida. Tomaba cervezas en los «pubs» durante la madrugada y horas después conquistaba la victoria. Cierto es que a todos les llegó la hora. En una oportunidad tuvo que retirarse, mareado sobre la moto, luego de una borrachera en la que no durmió ni un minuto.
Si Dunlop definió al motero fanfarrón, Hailwood protagonizó la épica. En 1965 sufrió un accidente que le rompió la nariz, le destrozó la frente y dejó su MV Augusta con el manillar doblado y el motor echando humo. Se levantó, arregló como pudo la máquina y logró el triunfo con sangre goteando en los guantes. Ya no surgen corredores así. Los provoca la Isla de Man. A vida o muerte.

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