La Gomera es una isla vertical, una fantasía de cornisas de basalto y bancales escalonados. Su forma recuerda la de media naranja, tallada por los vertiginosos barrancos que parten de su corazón –la cumbre de Garajonay– como los radios de una bicicleta. Salvo en un breve tramo entre Hermigua y Agulo, ninguna carretera bordea la costa, un acantilado casi continuo con alturas entre 20 y 850 metros. Desplazarse de un pueblo a otro requiere, por tanto, remontar el valle en que se encuentra, acceder a la cúpula montañosa del centro y descender por el barranco correspondiente. Existen carreteras modernas para hacerlo –no se han escatimado recursos para mejorarlas, pues eso genera trabajo en la isla y facilita las comunicaciones y el turismo–, pero también es posible utilizar los senderos que crearon los aldeanos para acceder a pie a cualquier paraje por el trayecto más corto. Hoy configuran una red de 650 km de caminos muy bien señalizados, por lo general entre paisajes de fábula, y son una seña de identidad de La Gomera.
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