Un "asesino desorganizado". Así definen los investigadores de la Unidad Central Operativa (UCO) a Bernardo Montoya, el asesino confeso de Laura Luelmo. El hombre, de 50 años, había pasado 17 en la cárcel por asesinar a una anciana. El pasado 22 de octubre su condena se dió por cumplida y volvió en libertad a las calles. Dos meses después está de nuevo entre rejas.
En El Campillo los vecinos sospecharon de él en cuanto se enteraron de la desaparición de la profesora zamorana, de 26 años. Sabían que vivían en la misma calle. Laura ya le había contado a su novio que tenía miedo de él y que se sentaba frente a su casa para mirarla.
El padre de la joven denunció su desaparición el 13 de diciembre. Agentes de la Guardia Civil le acompañaron a la casa que ella le había alquilado a una compañera dos semanas antes y comprobaron que no estaba dentro. Al salir se toparon con Bernardo Montoya, que por sus antecedentes se convirtió en el sospechoso con mayúsculas. El les mintió cuando le preguntaron si había visto a la chica. Dijo que ni siquiera sabía que allí vivía alguien.
Desde entonces Montoya intentó esconderse. Huyó a escondidas del pueblo y se refugió en Cortegana, cerca de su clan. Pero los investigadores le tenían vigilado y consiguieron detenerle cuando intentaba fugarse.
El asesino reconoció haber raptado a Laura y haberla golpeado contra el suelo de su casa cuando ella le plantó cara y le dió una patada en las costillas. Sus impulsos le pudieron y a pesar de ser un hombre curtido por sus años en la cárcel fue dejando un reguero de pìstas que demuestran su autoría del crimen. Tras ser detenido llegó a pedirle a la jueza que no le dejase libre porque volvería a hacer algo parecido. Desde entonces permanece en el penal de Huelva donde se siente como en casa, conversa con pocos reclusos con los que tiene contacto en la enfermería, incluso de este crimen. Aunque nadie ha ido todavía a visitarle.
En El Campillo los vecinos sospecharon de él en cuanto se enteraron de la desaparición de la profesora zamorana, de 26 años. Sabían que vivían en la misma calle. Laura ya le había contado a su novio que tenía miedo de él y que se sentaba frente a su casa para mirarla.
El padre de la joven denunció su desaparición el 13 de diciembre. Agentes de la Guardia Civil le acompañaron a la casa que ella le había alquilado a una compañera dos semanas antes y comprobaron que no estaba dentro. Al salir se toparon con Bernardo Montoya, que por sus antecedentes se convirtió en el sospechoso con mayúsculas. El les mintió cuando le preguntaron si había visto a la chica. Dijo que ni siquiera sabía que allí vivía alguien.
Desde entonces Montoya intentó esconderse. Huyó a escondidas del pueblo y se refugió en Cortegana, cerca de su clan. Pero los investigadores le tenían vigilado y consiguieron detenerle cuando intentaba fugarse.
El asesino reconoció haber raptado a Laura y haberla golpeado contra el suelo de su casa cuando ella le plantó cara y le dió una patada en las costillas. Sus impulsos le pudieron y a pesar de ser un hombre curtido por sus años en la cárcel fue dejando un reguero de pìstas que demuestran su autoría del crimen. Tras ser detenido llegó a pedirle a la jueza que no le dejase libre porque volvería a hacer algo parecido. Desde entonces permanece en el penal de Huelva donde se siente como en casa, conversa con pocos reclusos con los que tiene contacto en la enfermería, incluso de este crimen. Aunque nadie ha ido todavía a visitarle.
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